4 de enero de 2011

LA BANALIDAD DEL MAL

En Yucatán un grupo de criminales contrata a unos campesinos para decapitar a unas personas. Los campesinos les cortan la cabeza a once víctimas de la banda de delincuentes. Reciben por esos “trabajos” tres mil pesos al mes cada uno. En Tepito, famoso barrio de la ciudad de México, es posible reclutar asesinos para matar por encargo y sólo cuesta cinco mil pesos cada muerte. En los últimos 30 meses ha habido mas de 12,000 ejecuciones realizadas por sicarios que ganan un poco mas de dinero que los ejemplos anteriores. Las ejecuciones que realiza la delincuencia organizada se han vuelto un fenómeno cotidiano y casi “normal”. Así el matar se ha vuelto trivial para los sicarios. Ellos mismos saben que morirán pronto víctimas de esta guerra despiadada. Las vidas de sus víctimas y las propias no importan: parece que no significan nada para ellos.

El siglo XX fue testigo de los mayores crímenes en la historia de la humanidad: se llegó al asesinato en masa, al asesinato industrializado. Así fue que perecieron los armenios a manos de los turcos a principios de aquél siglo; los judíos y gitanos a manos de los alemanes; los opositores al régimen a manos de la policía de Stalin; los chinos con mas educación bajo el régimen de Mao; los japoneses bajo las bombas atómicas de los americanos en Hiroshima y Nagasaki; los camboyanos víctimas de Pol Pot; los tutsis que murieron a manos de los hutus en Ruanda; los bosnios víctimas de los serbios. Por cierto estos últimos dos casos hace tan solo quince años. La lista es demasiado larga y el número de víctimas asciende a las decenas de millones. Lo espeluznante es que estas atrocidades fueron realizadas por seres humanos bien dispuestos a matar, sin ningún escrúpulo. Millones de verdugos no tuvieron impedimentos de conciencia como no lo tienen los sicarios que padecemos en nuestro país.

En la historia de los grandes verdugos, hay casos desconcertantes como el de Adolf Eichmann, responsable de llevar a la muerte a 6 millones de judíos. Hannah Arendt, filósofa de origen judío, se encarga de relatar esta historia en su libro “Eichmann en Jerusalén, Un Estudio Sobre la Banalidad del Mal”. En este libro Arendt relata como en 1960 el gobierno Israelita localiza en Argentina a Eichmann y lo secuestra llevándolo a Israel para juzgarlo. El juicio, que toma dos años, más que descubrir la naturaleza de la maldad de este personaje pone en evidencia algo mas desconcertante: su aparente normalidad. Como dice Elisabeth Roudinesco: “Eichmann no era ni sádico, ni psicópata, ni perverso sexual, ni monstruoso, ni estaba afectado de una patología visible… En una palabra, era normal, aterradoramente normal.” Entre los hallazgos del juicio, que relata Arendt, está el que Eichmann nunca dio una orden para matar a nadie, nunca mató personalmente a nadie. Eichmann era un burócrata de medio pelo en el Servicio de Seguridad del Reich, las SS, y en donde tenía un rango de teniente coronel, que no era un cargo elevado. Pero se volvió una pieza clave en la llamada “solución final” que contemplaba el matar a todos los judíos de Europa. Su especialidad era la logística: primero organizó la emigración forzada de los judíos y luego su deportación a los campos de exterminio en el este de Europa. En los procedimientos que organizaba, todo lo hacía de una forma eficiente: hacía que los propios dirigentes judíos tomaran la decisión de a quienes se deportaba. Obtenía hábilmente los medios de transporte y organizaba rápidamente la expulsión de los judíos. Las condiciones eran inhumanas pero lo hacía con eficacia y sin encontrar ninguna resistencia por parte de los judíos. Conforme más avanzaba la guerra y se volvía mas difícil el transporte por ferrocarril, se las ingeniaba para acelerar el proceso de deportación. La crueldad de los nazis alcanzó puntos altos de repugnancia cuando obligaban a los propios judíos a matar a su propia gente y luego encargarse de los cuerpos. Al principio de la “solución final” el ejército nazi era quien asesinaba a balazos a los judíos, hasta que los mandos militares se quejaron. Entonces fue que se diseñaron los métodos masivos de exterminio usando prácticas industriales y en las que Eichmann era pieza clave para enviar personas a la muerte. Pero Eichmann era incapaz de ver el mal que ocasionaba; como el decía, sólo obedecía órdenes. Y así como él, miles de alemanes ejecutaron el genocidio y millones más se mostraron indiferentes a los atropellos que ocurrían. Eichmann, el principal organizador de la matanza, se jactaba incluso de que había salvado a miles de judíos, como efectivamente fue el caso y decía que no era antisemita ya que no era particularmente antisemita como si lo eran otros dirigentes nazis mas radicales. En pocas palabras, uno de los mas grandes asesinos de todos los tiempos, era una persona mediocremente normal incapaz de pensar que sus acciones eran malas.

Los capos que padece nuestro país se parecen a Eichmann en su incapacidad de ver el mal. Los nazis obedecían una lógica perversa contra un pueblo inocente. Los de aquí matan por cuidar su negocio, lo hacen por el dinero, a veces hasta por diversión. Pero tanto Hitler en su tiempo como los capos de ahora, contaron con el apoyo de una sociedad: indiferente en el mejor de los casos o cómplice en el peor. Y la indiferencia o la complicidad han convertido a individuos mediocres e incluso normales, en grandes asesinos.






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