4 de julio de 2022

CONVIVENCIA FORZADA EN CHIHUAHUA

 

Por: Octavio Díaz García de León

 

   Durante décadas, la región donde confluyen los estados de Chihuahua, Durango y Sinaloa ha sido como un triángulo de las Bermudas para el Estado mexicano. Un lugar de difícil acceso y donde prácticamente el territorio se ha entregado a los cárteles de la delincuencia organizada quienes gobiernan allí bajo la ley del más fuerte.

  Dentro de esa narco-región, la población que padece esas circunstancias sobrevive mediante acuerdos frágiles con los factores de poder.  Pero este equilibrio precario y los acuerdos de convivencia se rompieron violentamente hace algunos días.

   Dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas fueron asesinados en un pueblo de la Sierra Tarahumara en Chihuahua. No debería ser noticia porque todos los días hay matanzas por todo el país, pero en este caso tuvo repercusiones nacionales e internacionales por tratarse de jesuitas. La violencia alcanzó a este par de misioneros que habían consagrado su vida a los pobres, en su mayoría indígenas rarámuris,  en una región con grandes carencias, aislamiento, peligro y pobreza.  

    El crimen ocurrió en Cerocahui,  ubicado en la ruta turística del tren Chihuahua al Pacífico (Che-Pe). El pueblo está en un valle surcado por un río y tiene algunos cientos de pobladores. El único hotel del lugar, destinado al turismo del Che-Pe,  está a un lado del templo jesuita donde se cometieron los asesinatos.

   Junto al hotel hay una escuela donde reciben niños internos y se realiza una importante labor social. También existe un pequeño viñedo donde se producen vinos que allí comercializan.  El paisaje es agradable pero no enseña los mayores encantos de la Sierra Tarahumara. Para ello,  hay que trasladarse al mirador Cerro del Gallego ubicado en el camino hacia Urique, para apreciar las bellezas espectaculares del Cañón de Urique.

    Estuve allí no hace mucho y disfruté el paseo que espero todos puedan hacer. Pero hubo algunos detalles inquietantes. No se observa ninguna presencia de policías o militares a pesar de que es sabido que esa zona es dominada por la delincuencia organizada. Quizá su ausencia es deliberada.  

    De camino al mirador del Cerro del Gallego,  el único indicio del gobierno federal que se pudo observar fue una solitaria tienda de Liconsa, cerrada, ubicada en medio de la nada,  en plena sierra.

    Los delincuentes se abstienen de molestar a los visitantes, seguramente en acuerdo con los empresarios turísticos. Sin embargo,  parece que los malhechores toman sus precauciones. Los tours son manejados por operadores turísticos del hotel,  quienes  se encargan de transportar a los turistas y casi nadie se traslada por la sierra si no es con ellos. Es probable que estos operadores sean gente de confianza de los narcotraficantes que gobiernan la zona.

     Esto lo deduzco por lo que me comentó otro de los turistas con los que coincidí. Me decía que tuvo la impresión de que había personas, que no eran rarámuris,  vigilándonos con el pretexto de ofrecer artesanías. También me dijo que escuchó la plática que el operador del transporte tuvo con uno de estos posibles vigías, cuando nos llevó al mirador del Cerro del Gallego. El chofer presumía, hablando en clave, su experiencia en labores de cultivo y tráfico de drogas, quizá pensando que no le entenderían o que no le escuchaban.

   Llama la atención cómo en esta región tan peligrosa se desarrolla el turismo y se permite que los visitantes, aunque vigilados y acotados quizá sin saberlo, se asomen a las bellezas de la zona. Pero no solo el turismo florece. Los misioneros jesuitas quienes por siglos han realizado labores de evangelización y ayuda a los indígenas en esos territorios, han podido continuar su labor, así como los rarámuris y otros habitantes ajenos a la delincuencia.

     La convivencia forzada a través de acuerdos tácitos entre los delincuentes y los habitantes de la zona, se da en medio de la ausencia de autoridades estatales o federales en esos lugares. No hay nada que les impida a los delincuentes matar y realizar sus fechorías, como ya se vio en el asesinato de los padres jesuitas y del guía de turistas.

    El rompimiento de ese pacto por los lamentables asesinatos, sirvió para que la Guardia Nacional, el Ejército y hasta la gobernadora de Chihuahua se fueran a dar una vuelta a Cerocahui, no en plan de turistas,  pero casi.

   En unos días más,  estas autoridades se irán y todo volverá a la narco-normalidad. Es muy probable que no encuentren al asesino material en las inmensidades de esa sierra que oculta de todo y siga impune,  a pesar de que es buscado desde hace años por otros asesinatos.

     Pero las vidas de los sacrificados, víctimas de estos arreglos de convivencia perversos,  no regresarán. En la sierra de Chihuahua como en muchas zonas del país, el Estado mexicano se rehúsa a gobernar y deja a su suerte a quienes tienen que negociar con delincuentes el que les permitan vivir… en paz. Y no siempre ocurre así.