Por:
Octavio Díaz García de León
Entre las élites políticas e
intelectuales hay una obsesión por hacer leyes, como si estas fueran la panacea
para resolver los problemas del país. Esto ha llevado a que nos llenemos de
ellas y todas las grandes soluciones que se proponen pasen por crear nuevas
disposiciones legales o reformar las existentes. Basta ver el número de
reformas realizadas en los últimos sexenios y como se han presentado como
grandes avances, a veces sin analizar sus resultados o sin saber si las más
recientes darán buenas cuentas.
El número de normas que tenemos que
cumplir cotidianamente es abrumador. Para un aguascalentense promedio, existen más
de 1000 ordenamientos estatales que cumplir y a eso hay que agregarle los casi
300 federales, más los municipales (http://octaviodiazgl.blogspot.mx/2016/02/pais-de-leyes.html). Por ello, en
un país sobre regulado, a veces lo sensato es ignorar la ley para no caer en la
parálisis. Esto no quiere decir que no sean necesarias las leyes, pero es
imposible normar cada aspecto de la vida privada. Tampoco es conveniente. Peor
aún cuando se piensa que esa es la solución a los problemas del país.
Lo mismo pasa hacia adentro de las
instituciones de gobierno. La normatividad que hay que cumplir es abrumadora, a
pesar de los esfuerzos que se han hecho por racionalizarla. Eso hace que el
funcionario suela buscar cómo evitar cumplir esas reglas que le impiden
trabajar, o bien, en el caso de los corruptos, para realizar sus fechorías. Desafortunadamente es muy difícil distinguir,
entre los que violan las normas, si se trata de un funcionario corrupto o de un
funcionario honesto que solo trata de hacer su trabajo.
Existe un malestar extendido entre los
funcionarios de gobierno, sin importar sus niveles de responsabilidad, preparación
académica o experiencia, hacia la normatividad que los regula. Por eso ya hubo
dos intentos de desaparecer a la Secretaría de la Función Pública (SFP), encargada,
entre otras cosas de vigilar que los funcionarios se apeguen a la Ley.
Hace algunos años platicaba con quien luego
sería alto funcionario del gobierno federal. Quería desaparecer a la SFP porque
“no los dejaba trabajar”. Recientemente, en una charla con otro funcionario de
alto nivel, equiparaba la función del auditor con ser el policía en la
institución, dándole una connotación negativa. Ambos reflejaban ese malestar
mal dirigido hacia el encargado de vigilar el cumplimiento de la ley sin ver
que el problema está en la ley misma.
Ahora que a principios de este sexenio
despareció la SFP y se les permitió a los titulares de las instituciones
federales nombrar a sus propios titulares de órganos internos de control (TOIC),
hubo regocijo entre ellos, ya fuera porque ahora no les iban a “obstaculizar”
la operación de sus instituciones o bien porque tampoco les iban a impedir el
realizar actos de corrupción. El cambio
reciente de 42 TOIC, es un paso para recuperar la independencia de esa función
de vigilancia.
Muchas disposiciones que regulan la
actuación de los funcionarios derivan de la gran desconfianza que se tiene
hacia su actuación. La gran corrupción y abusos de algunos de ellos ha
provocado que se emitan reglas para intentar ponerles un dique. Desafortunadamente estas reglas se emiten a veces
sin medir el impacto que tendrán en la operación de las instituciones. Atacar
el problema de fondo sería crear un servicio profesional de carrera con una
adecuada selección de funcionarios y un proceso de rendición de cuentas que no
deje dudas.
La solución tampoco pasa por tratar de
que el encargado de vigilar el cumplimiento de las normas aplique la ley con
“criterio” y “flexibilidad”. Pedir que así sea es pervertir su función. ¿Qué
“criterio” puede tener el policía de crucero encargado de hacer cumplir un reglamento
de tránsito absurdo? El “criterio” es el tamaño de la mordida y el camino es la
corrupción. Pareciera que es más fácil corromper a los encargados de hacer
cumplir la ley a pedir que se hagan leyes sensatas.
Para juzgar por qué se incumplen las
normas es muy difícil distinguir entre las razones que pudieran ser válidas de
las que no lo son. Pero no hay que confundirse. Los encargados de vigilar la
aplicación de la ley ni pueden ni deben juzgar las intenciones de quienes efectúan
una acción ilegal. Darles ese poder los convertiría en una autoridad
arbitraria.
La solución pasa por un diseño adecuado
y racional de normas y allí está lo delicado del asunto porque no hay leyes
perfectas. Quizá debería haber un ombudsman de los sujetos a las normas o algún
mecanismo de solución de controversias que ayude a resolver de manera
casuística las imperfecciones normativas, pero no dejar esa tarea en quien
tiene el mandato de vigilar su cumplimiento.
Tampoco hemos prestado atención hacia lo
importante. Que las normas sirvan para que las instituciones funcionen. Ayudaría
que dicha normatividad no fuera excesiva, que fuera razonable, de fácil
cumplimiento, que no se contradijera y que fuera eficaz en lo que intenta
lograr.
Podríamos reducir el malestar en las
leyes si estuvieran bien hechas y sirvieran para que las instituciones y la
sociedad funcionen bien y den resultados. Ayudaría también el no culpar de sus
defectos a quienes vigilan que se cumplan.
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