4 de marzo de 2017

EL MALESTAR EN LAS LEYES



Por: Octavio Díaz García de León

     Entre las élites políticas e intelectuales hay una obsesión por hacer leyes, como si estas fueran la panacea para resolver los problemas del país. Esto ha llevado a que nos llenemos de ellas y todas las grandes soluciones que se proponen pasen por crear nuevas disposiciones legales o reformar las existentes. Basta ver el número de reformas realizadas en los últimos sexenios y como se han presentado como grandes avances, a veces sin analizar sus resultados o sin saber si las más recientes darán buenas cuentas.

     El número de normas que tenemos que cumplir cotidianamente es abrumador. Para un aguascalentense promedio, existen más de 1000 ordenamientos estatales que cumplir y a eso hay que agregarle los casi 300 federales, más los municipales (http://octaviodiazgl.blogspot.mx/2016/02/pais-de-leyes.html). Por ello, en un país sobre regulado, a veces lo sensato es ignorar la ley para no caer en la parálisis. Esto no quiere decir que no sean necesarias las leyes, pero es imposible normar cada aspecto de la vida privada. Tampoco es conveniente. Peor aún cuando se piensa que esa es la solución a los problemas del país.

   Lo mismo pasa hacia adentro de las instituciones de gobierno. La normatividad que hay que cumplir es abrumadora, a pesar de los esfuerzos que se han hecho por racionalizarla. Eso hace que el funcionario suela buscar cómo evitar cumplir esas reglas que le impiden trabajar, o bien, en el caso de los corruptos, para realizar sus fechorías.  Desafortunadamente es muy difícil distinguir, entre los que violan las normas, si se trata de un funcionario corrupto o de un funcionario honesto que solo trata de hacer su trabajo.

     Existe un malestar extendido entre los funcionarios de gobierno, sin importar sus niveles de responsabilidad, preparación académica o experiencia, hacia la normatividad que los regula. Por eso ya hubo dos intentos de desaparecer a la Secretaría de la Función Pública (SFP), encargada, entre otras cosas de vigilar que los funcionarios se apeguen a la Ley.

    Hace algunos años platicaba con quien luego sería alto funcionario del gobierno federal. Quería desaparecer a la SFP porque “no los dejaba trabajar”. Recientemente, en una charla con otro funcionario de alto nivel, equiparaba la función del auditor con ser el policía en la institución, dándole una connotación negativa. Ambos reflejaban ese malestar mal dirigido hacia el encargado de vigilar el cumplimiento de la ley sin ver que el problema está en la ley misma.

    Ahora que a principios de este sexenio despareció la SFP y se les permitió a los titulares de las instituciones federales nombrar a sus propios titulares de órganos internos de control (TOIC), hubo regocijo entre ellos, ya fuera porque ahora no les iban a “obstaculizar” la operación de sus instituciones o bien porque tampoco les iban a impedir el realizar actos de corrupción.  El cambio reciente de 42 TOIC, es un paso para recuperar la independencia de esa función de vigilancia.

    Muchas disposiciones que regulan la actuación de los funcionarios derivan de la gran desconfianza que se tiene hacia su actuación. La gran corrupción y abusos de algunos de ellos ha provocado que se emitan reglas para intentar ponerles un dique.  Desafortunadamente estas reglas se emiten a veces sin medir el impacto que tendrán en la operación de las instituciones. Atacar el problema de fondo sería crear un servicio profesional de carrera con una adecuada selección de funcionarios y un proceso de rendición de cuentas que no deje dudas.

    La solución tampoco pasa por tratar de que el encargado de vigilar el cumplimiento de las normas aplique la ley con “criterio” y “flexibilidad”. Pedir que así sea es pervertir su función. ¿Qué “criterio” puede tener el policía de crucero encargado de hacer cumplir un reglamento de tránsito absurdo? El “criterio” es el tamaño de la mordida y el camino es la corrupción. Pareciera que es más fácil corromper a los encargados de hacer cumplir la ley a pedir que se hagan leyes sensatas.

     Para juzgar por qué se incumplen las normas es muy difícil distinguir entre las razones que pudieran ser válidas de las que no lo son. Pero no hay que confundirse. Los encargados de vigilar la aplicación de la ley ni pueden ni deben juzgar las intenciones de quienes efectúan una acción ilegal. Darles ese poder los convertiría en una autoridad arbitraria.  

     La solución pasa por un diseño adecuado y racional de normas y allí está lo delicado del asunto porque no hay leyes perfectas. Quizá debería haber un ombudsman de los sujetos a las normas o algún mecanismo de solución de controversias que ayude a resolver de manera casuística las imperfecciones normativas, pero no dejar esa tarea en quien tiene el mandato de vigilar su cumplimiento.

     Tampoco hemos prestado atención hacia lo importante. Que las normas sirvan para que las instituciones funcionen. Ayudaría que dicha normatividad no fuera excesiva, que fuera razonable, de fácil cumplimiento, que no se contradijera y que fuera eficaz en lo que intenta lograr.  

    Podríamos reducir el malestar en las leyes si estuvieran bien hechas y sirvieran para que las instituciones y la sociedad funcionen bien y den resultados. Ayudaría también el no culpar de sus defectos a quienes vigilan que se cumplan.  
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