Por: Octavio Díaz García de León
La tragedia de Uruapan
El asesinato del presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, provocó una profunda indignación en Michoacán y resonó en todo el país.
Su muerte —junto con la del líder limonero Bernardo Bravo— evidencia el grado de descomposición social
y el avance del crimen organizado en territorios que deberían ser gobernados
por el Estado.
Dos tragedias, dos rostros del mismo país
La muerte de hombres como Manzo y Bravo duele
profundamente: líderes comunitarios que intentaban mejorar su entorno pese a
amenazas constantes. Pero también debería dolernos la suerte de esos jóvenes sicarios
desechables, quienes pudieron haber
sido hombres de bien y terminaron convertidos en instrumentos de los señores de
la muerte. Son víctimas de una sociedad indiferente, de autoridades omisas y de
familias quebradas. Carne de cañón reclutada por la pobreza, la marginación y
el abandono.
El caso impactó por su brutalidad y por la edad del asesino: un joven de 17 años, originario de Paracho y adicto a las metanfetaminas. Su nombre se
conoce, pero no pienso repetirlo por respeto a la víctima. Es un rostro anónimo
que emergió fugazmente de la invisibilidad para matar y morir en el mismo
instante. Nadie sabe con certeza por qué lo hizo. Tal vez fue por dinero; quizá
lo amenazaron o le prometieron drogas para alimentar su adicción. O, más
probablemente, actuó siguiendo órdenes que no comprendía, bajo la lógica del
miedo o la obediencia ciega.
Si hubiera crecido en un entorno más sano, aquel adolescente tal vez
tocaría la guitarra —como las que se fabrican en su pueblo—, estudiaría la
preparatoria, tendría amigos, ilusiones, una novia, y sueños de futuro. Pero no
fue así. Su adicción, su contacto con bandas criminales y su destreza con las
armas hablan de una vida deformada por el entorno, por la ausencia familiar y
por un Estado incapaz de ofrecer alternativas. Tampoco tuvo conciencia de que
lo que estaba en juego era su propia vida; o quizá simplemente no le importaba;
tan degradada era esta que podía ser irrelevante cualquier cosa que le
ocurriera. Su tragedia no fue solo morir; fue haber dejado de importar mucho antes.
El fenómeno de los jóvenes sicarios refleja una sociedad en descomposición. Una sociedad que permite el secuestro y
reclutamiento forzoso de adolescentes; que normaliza la violencia y desprecia
la vida. Estos jóvenes salieron a buscar un trabajo; lo que encuentran es un
entrenamiento despiadado para matar o morir. Igualmente podrida está la otra
cara de la comunidad: aquella que tolera y convive con los capos como si fueran empresarios exitosos. Esa
complicidad cotidiana sostiene al crimen tanto como las armas. Tenemos una
sociedad descompuesta y cómplice, de lo que ocurre en nuestro país. Que elige autoridades
que no hacen nada al respecto, o son incapaces o, peor aún,
son parte de las bandas criminales.
Lo que mueve a los criminales es la codicia desmedida, el deseo de
placer inmediato y de poder que da el dinero. Son producto de una cultura
consumista que ha sustituido los valores espirituales por el afán de poseer. En
su lógica, matar o traficar son solo medios para obtener lo que el mercado
promete: lujo, respeto y dominio. Los capos operan como empresarios sin
escrúpulos. Dirigen sus negocios con eficiencia y cálculo, salvo que sus reglas
se imponen con sangre, fuego y dinero. Para ellos, sus sicarios y sus víctimas,
son personas sin valor alguno.
Los más de 120 000 desaparecidos y más de 30 000 homicidios dolosos al
año no son solo cifras: son síntomas de
una sociedad rota. Cuando lo
material vale más que la vida, surgen individuos que ven en el crimen una vía
de ascenso, personas que prefieren esa vida a una vida centrada en el respeto a
las demás personas, a su comunidad y basada en bienes espirituales y no
materiales. Y así, mientras algunos
buscan el éxito a través del esfuerzo, otros lo hacen a través de la violencia.
La raíz de esta ruptura está en la falta de educación formal y moral,
en la ausencia de hogares que enseñen valores y comunidades que ofrezcan
esperanza. Sin educación, sin oportunidades y sin dignidad, los jóvenes quedan
expuestos al reclutamiento criminal, incapaces de entender que el valor de la
vida no solo está en lo que se consume: lo que se consume acaba también por
consumirlos.
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