10 de noviembre de 2025

EL SICARIO DESECHABLE


                                                        Por: Octavio Díaz García de León


La tragedia de Uruapan

    El asesinato del presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, provocó una profunda indignación en Michoacán y resonó en todo el país. Su muerte —junto con la del líder limonero Bernardo Bravo— evidencia el grado de descomposición social y el avance del crimen organizado en territorios que deberían ser gobernados por el Estado.

Dos tragedias, dos rostros del mismo país

    La muerte de hombres como Manzo y Bravo duele profundamente: líderes comunitarios que intentaban mejorar su entorno pese a amenazas constantes. Pero también debería dolernos la suerte de esos jóvenes sicarios desechables, quienes pudieron haber sido hombres de bien y terminaron convertidos en instrumentos de los señores de la muerte. Son víctimas de una sociedad indiferente, de autoridades omisas y de familias quebradas. Carne de cañón reclutada por la pobreza, la marginación y el abandono.

 El verdugo sin historia

    El caso impactó por su brutalidad y por la edad del asesino: un joven de 17 años, originario de Paracho y adicto a las metanfetaminas. Su nombre se conoce, pero no pienso repetirlo por respeto a la víctima. Es un rostro anónimo que emergió fugazmente de la invisibilidad para matar y morir en el mismo instante. Nadie sabe con certeza por qué lo hizo. Tal vez fue por dinero; quizá lo amenazaron o le prometieron drogas para alimentar su adicción. O, más probablemente, actuó siguiendo órdenes que no comprendía, bajo la lógica del miedo o la obediencia ciega.

 Un joven que pudo haber sido distinto

    Si hubiera crecido en un entorno más sano, aquel adolescente tal vez tocaría la guitarra —como las que se fabrican en su pueblo—, estudiaría la preparatoria, tendría amigos, ilusiones, una novia, y sueños de futuro. Pero no fue así. Su adicción, su contacto con bandas criminales y su destreza con las armas hablan de una vida deformada por el entorno, por la ausencia familiar y por un Estado incapaz de ofrecer alternativas. Tampoco tuvo conciencia de que lo que estaba en juego era su propia vida; o quizá simplemente no le importaba; tan degradada era esta que podía ser irrelevante cualquier cosa que le ocurriera. Su tragedia no fue solo morir; fue haber dejado de importar mucho antes.

 Una sociedad rota

    El fenómeno de los jóvenes sicarios refleja una sociedad en descomposición. Una sociedad que permite el secuestro y reclutamiento forzoso de adolescentes; que normaliza la violencia y desprecia la vida. Estos jóvenes salieron a buscar un trabajo; lo que encuentran es un entrenamiento despiadado para matar o morir. Igualmente podrida está la otra cara de la comunidad: aquella que tolera y convive con los capos como si fueran empresarios exitosos. Esa complicidad cotidiana sostiene al crimen tanto como las armas. Tenemos una sociedad descompuesta y cómplice, de lo que ocurre en nuestro país. Que elige autoridades que no hacen nada al respecto, o son incapaces o,  peor aún,  son parte de las bandas criminales.

 La economía del mal

    Lo que mueve a los criminales es la codicia desmedida, el deseo de placer inmediato y de poder que da el dinero. Son producto de una cultura consumista que ha sustituido los valores espirituales por el afán de poseer. En su lógica, matar o traficar son solo medios para obtener lo que el mercado promete: lujo, respeto y dominio. Los capos operan como empresarios sin escrúpulos. Dirigen sus negocios con eficiencia y cálculo, salvo que sus reglas se imponen con sangre, fuego y dinero. Para ellos, sus sicarios y sus víctimas, son personas sin valor alguno.

 El reflejo de una nación desgarrada

    Los más de 120 000 desaparecidos y más de 30 000 homicidios dolosos al año no son solo cifras: son síntomas de una sociedad rota. Cuando lo material vale más que la vida, surgen individuos que ven en el crimen una vía de ascenso, personas que prefieren esa vida a una vida centrada en el respeto a las demás personas, a su comunidad y basada en bienes espirituales y no materiales.  Y así, mientras algunos buscan el éxito a través del esfuerzo, otros lo hacen a través de la violencia.

 Educar para rescatar

    La raíz de esta ruptura está en la falta de educación formal y moral, en la ausencia de hogares que enseñen valores y comunidades que ofrezcan esperanza. Sin educación, sin oportunidades y sin dignidad, los jóvenes quedan expuestos al reclutamiento criminal, incapaces de entender que el valor de la vida no solo está en lo que se consume: lo que se consume acaba también por consumirlos.

     Rescatarlos no solo es un deber ético; es una necesidad nacional. Porque si el Estado y la sociedad siguen desentendiéndose, los sicarios desechables y sus víctimas, seguirán siendo el rostro más doloroso de un país que parece acostumbrarse ya a la violencia.

 

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