Por: Octavio Díaz García de León
El homicidio del presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, provocó una profunda indignación en Michoacán y reverberó a nivel
nacional e internacional. Su muerte —junto con la del líder limonero Bernardo
Bravo —evidencia el grado de
descomposición social y el avance del crimen organizado en territorios que
deberían ser gobernados por el Estado.
Manzo se caracterizó por un discurso y una práctica de enfrentamiento a
la delincuencia en su municipio. Su llamado de auxilio a instancias federales
no encontró respuesta efectiva; esa soledad institucional expone la debilidad
de los gobiernos locales frente a la violencia. Era, además, una figura con
trayectoria política diversa: ligado al PRD y a MORENA, fue parte del grupo que
apoyó a Marcelo Ebrard en su precampaña presidencial. Ganó la alcaldía como
candidato independiente y desplegó un programa local con medidas de seguridad y
sociales, tales como farmacias con medicamentos gratuitos.
Históricamente, la actividad delictiva en México se concentró en el
trasiego de drogas hacia Estados Unidos. En años recientes se han
diversificado: grupos criminales han incorporado actividades como el robo de
combustible, el huachicol fiscal y, de manera creciente, la extorsión y el cobro de piso a comerciantes y pequeñas empresas. Según el
INEGI, se cometieron 747,000 delitos de extorsión a empresas en 2023 y es una
de las formas de victimización que más ha crecido en los últimos años.
La extorsión no solo es el pago de piso: somete al pequeño empresario a
pagar por producir, vender o transportar; a comprar insumos de proveedores
impuestos y a vender en condiciones controladas por los grupos criminales. Esa
presión erosiona el tejido productivo local y desplaza la lógica del mercado
hacia una economía de cuotas forzadas. Eso sucede de manera destacada en
Michoacán, aunque también en el Estado de México.
El control del territorio pasa también por la captura de autoridades.
Los grupos delictivos imponen o condicionan la designación de alcaldes y mandos
policiales; e incluso desvían presupuestos municipales. Esa penetración institucional convierte al
municipio en el eslabón más vulnerable de la cadena de seguridad pública: un
alcalde aislado y valiente, por sí solo, tiene capacidad limitada para romper
redes criminales que cuentan con recursos, armamento y protección interestatal
y corre graves riesgos como ya se vio.
La presidenta Sheinbaum dijo recientemente que “Regresar a la guerra contra el narco no es
opción” y propone a cambio, que prevalezca
el estado de derecho. Pero esto puede resultar ingenuo ante la incapacidad del
Estado mexicano y la agresividad de los cárteles. Es mejor plantear que el país
se enfrenta a un problema de seguridad nacional que requiere un estado de
excepción y que una guerra de baja intensidad como la que vivimos se debe combatir
con las mismas armas y reglas que se requieren en una guerra de este tipo.
Un punto de partida ineludible es combatir la corrupción y las
complicidades que permiten la impunidad: investigar y sancionar a funcionarios
corruptos, transparentar el manejo de recursos, y fortalecer mecanismos de
rendición de cuentas. Un programa serio de combate a la corrupción debilitaría
una de las bases de apoyo del crimen organizado y restauraría la confianza
ciudadana.
Cuando el Estado se percibe incapaz, la población puede optar por
fórmulas de autodefensa como las que se han experimentado en Michoacán. Esa
opción, comprensible desde la desesperación, conlleva riesgos graves: tardarían
en organizarse, pero pueden escalar las armas y la violencia a niveles
comparables al de los grupos criminales, y erosionar aún más el monopolio
legítimo de la fuerza que debe residir en el Estado. La disputa por territorios
y rentas descendería a una lógica de confrontación con consecuencias
humanitarias y económicas devastadoras.
El asesinato de Carlos Manzo es, más que un hecho aislado, un síntoma
de un problema estructural: la penetración del crimen en ámbitos locales y la
persistente fragilidad de las instituciones. El desafío requiere una lectura de
seguridad nacional. La estrategia debe incluir: desarticulación financiera y
logística de las organizaciones criminales; fortalecimiento institucional:
autonomía y capacidad operativa de municipios, coordinación efectiva entre
órdenes de gobierno y depuración de cuerpos policiacos: programas de desarrollo
y sustitución de economías ilícitas en regiones afectadas; transparencia y
sanción contra servidores públicos corruptos que facilitan la criminalidad. De
lo contrario, la violencia continuará cobrando vidas y dejando territorios
fuera del control del Estado hasta convertir al país en un narcoestado.
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