Por: Octavio Díaz García de León
Desde hace varias décadas, ningún presidente en México había
concentrado tanto poder como la actual administración. Esto se debe a las
reformas judiciales y de supremacía constitucional, así como a la mayoría que
mantiene en el Congreso y en los gobiernos de las entidades federativas. Esta
combinación le otorga una capacidad notable para intervenir en la ley y la
Constitución.
Si el gobierno de la presidenta Sheinbaum optara por una agenda de
corte radical que afecte a amplios sectores de la población, aumentaría el
riesgo de fracturas sociales. Ejemplos históricos demuestran las consecuencias
de estas divisiones, como la Guerra Cristera en México (1926-1929) o la
rebelión de la Vendée en Francia (1792). Ambos conflictos surgieron de
imposiciones ideológicas que desconocían los valores y tradiciones de la
sociedad en su momento.
La Constitución de 1917 introdujo medidas radicales que reflejaban la
visión de una élite intelectual, pero no el sentir popular. Dentro de estas
medidas se incluyeron las que imponían restricciones a la libertad religiosa en
un país eminentemente católico. La educación fue declarada laica, prohibiendo
la participación de instituciones religiosas en la enseñanza (artículo 3), y
las órdenes religiosas quedaron proscritas (artículo 5). Además, el artículo 24
restringió la libertad de culto, mientras que el artículo 27 estableció que el
Estado podría controlar las propiedades de la Iglesia. Finalmente, el artículo
130 limitó los derechos políticos del clero y restringió el número de
sacerdotes por región.
Inicialmente estas leyes se aplicaron con moderación, salvo en casos
como los gobiernos de Tomás Garrido Canabal en Tabasco o Adalberto Tejeda en
Veracruz. Sin embargo, el frágil equilibrio se rompió en 1926, cuando el
presidente Plutarco Elías Calles decidió regular los artículos anticlericales
con la llamada "Ley Calles". Esta legislación impuso severas
restricciones a la Iglesia Católica. La reacción de la Iglesia fue inmediata:
en julio de 1926, suspendió el culto público en México, a lo que el gobierno
respondió cerrando templos y prohibiendo el culto en hogares.
Como consecuencia de estas acciones, el 3 de agosto de 1926 ocurrió el
primer enfrentamiento entre campesinos católicos y el ejército, iniciando la
Guerra Cristera. Este conflicto se extendió principalmente por Jalisco,
Michoacán, Zacatecas y Guanajuato, aunque el descontento se esparcía por todo
el país. Esta guerra duró tres años, dejando entre 150,000 y 250,000 muertos.
Finalmente, el conflicto se estancó militarmente, hasta que el Papa
ordenó una negociación. El gobierno mexicano, que buscaba evitar que el
movimiento armado apoyara la candidatura opositora de José Vasconcelos y quería
consolidar al candidato oficial, Ortiz Rubio, aceptó la negociación que acabó
con la guerra en 1929. Sin embargo, el anticlericalismo gubernamental persistió
hasta que el presidente Lázaro Cárdenas, en 1938, logró contener a los sectores
más radicales de su administración. (Referencia: “La Cristiada” de Jean Meyer)
Consciente de las posibles consecuencias de una política radical,
Cárdenas eligió como sucesor a Manuel Ávila Camacho, evitando a Francisco
Mújica, un candidato que quizás hubiera dividido más al país y así logró estabilidad
política y religiosa.
Las leyes anticlericales continuaron vigentes, pero su aplicación se
relajó mediante la práctica virreinal de "Obedézcase, pero no se
cumpla". Este sistema de simulación legal continuó hasta las reformas de
1992 impulsadas por el presidente Carlos Salinas de Gortari, quien adecuó los
artículos anticlericales de la Constitución y estableció un régimen de
tolerancia más acorde con la realidad del país.
Estas reformas pusieron fin a una simulación de 75 años y corrigieron
las tensiones originadas en 1917, que habían costado muchas vidas y generado
una constante fricción entre el gobierno y una sociedad mayoritariamente
católica. La Guerra Cristera advierte sobre los riesgos de imponer reformas sin
tener en cuenta la opinión y las costumbres de la mayoría, e incluso, de minorías numerosas.
Hoy en día, aunque el riesgo de una rebelión armada es menor porque la
población que se pueda ver afectada no está armada, como sí estaba al final de
la Revolución, factores tales como el acceso a armas provenientes de Estados
Unidos y el contexto de violencia relacionado con el crimen organizado
complican el panorama.
Actualmente, vivimos en una guerra de baja intensidad que, solo en el
sexenio anterior, dejó alrededor de 200,000 muertos. Se estima que unos 175,000
individuos forman parte de grupos delictivos, la mayoría de ellos con acceso a
armamento militar, lo que hace viable la posibilidad de armar y alimentar una
revuelta en el país.
Si la presidenta Sheinbaum utilizara su poder para imponer reformas
radicales, o si no lograra controlar a los sectores más extremos de su
administración, el país podría enfrentarse a una fragmentación interna similar
a la de la Guerra Cristera.
Concentrar un poder tan amplio en una sola persona implica la gran
responsabilidad de utilizarlo con moderación y respeto hacia el sentir de la
población. De lo contrario, el país podría enfrentarse a una crisis social y
humanitaria, cuyos costos serían incalculables.
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