Por: Octavio Díaz García de León
La reforma energética ha sido quizá la acción de gobierno más
trascendente desde la firma del Tratado
de Libre Comercio para Norteamérica (TLCAN) en 1993. El sector de energía no había tenido una acción
de tanto impacto desde la estatización
de la industria petrolera en 1936 y de
la industria eléctrica en 1960. Pero estos cambios legales solo son un mapa de ruta. Llevarlos a su destino
dependerá de quienes trabajan en dichas industrias.
El gobierno del presidente Peña fue capaz de
retomar e impulsar una iniciativa que propiciara la apertura en los mercados de
la energía, a pesar de que su partido la había rechazado durante los 12 años
anteriores. Esto es explicable pues dicha reforma era parte integral de la
agenda liberal del PAN y de algunos sectores modernos del PRI pero iba en
contra de la tradición estatista que los
sectores más conservadores del PRI, así como el PRD, habían defendido por años.
Parecía también conveniente hacer fracasar una reforma de esta trascendencia en
los gobiernos del PAN para luego impulsarla como uno de los logros más grandes
del PRI. Para ello, se podía contar con el apoyo del PAN para
pasar esta reforma tan cercana a sus convicciones tal y como ocurrió con el
TLCAN.
Otras fuerzas a favor de la reforma encarnaban
en el sector privado local pero especialmente en los intereses de negocios extranjeros, en una
época en que el precio del petróleo alcanzó niveles sumamente altos y con el
desarrollo de tecnologías como el “fracking” que hicieron viables la
explotación de hidrocarburos de muy difícil acceso. También ayudó el que la
producción de petróleo en nuestro país fuera en picada, el que ya no hubiese
dinero para desarrollar nuevos campos petroleros, el que la corrupción de los
líderes sindicales se volviera menos tolerable y que las ineficiencias tanto de
CFE como de PEMEX le estaban ya costando
al país demasiado al ser un tremendo lastre para las finanzas públicas debido a
los enormes pasivos laborales con que cargan dichas empresas y los costos
excesivos de producción.
La reforma comprendió la expedición de nueve leyes y reformas a otras doce leyes, acompañadas de la emisión de otras
disposiciones normativas. El 20 de diciembre de 2013 se publican las
modificaciones a los artículos 25, 27 y
28 constitucionales y entre julio y agosto de 2014 las leyes secundarias.
Estas modificaciones pretenden que se realice
una transición hacia la apertura de los
mercados y la competencia al pasar de ser el Estado Mexicano quien tenga el
monopolio de la industria de hidrocarburos y la industria eléctrica hacia
mercados donde participe la iniciativa privada. Esta reforma no contempló la privatización de las dos empresas más
grandes del estado mexicano (tabú intocable) pero deberán volverse competitivas
si desean sobrevivir en el largo plazo.
Por lo pronto las reformas no pretenden
que se desplomen estas empresas súbitamente,
sino que proveen para un aterrizaje que
puede tomar décadas. La reforma incluye la creación o el fortalecimiento de
organismos regulatorios que seguirán protegiendo a esas empresas a la vez que
traten de ir abriendo estos mercados.
También se está evitando cometer los errores
que se dieron con la privatización de Teléfonos de México en el sexenio del presidente Salinas de Gortari,
empresa a la que se
le permitió continuar siendo prácticamente un monopolio privado y que ha
impedido que 20 años después termine la apertura
en el mercado de telecomunicaciones.
Pero hay un reto extraordinario en la transformación
de PEMEX y CFE. Las reformas por sí mismas solo son mapas de ruta. Los cambios en la industria no se dan por
decreto; se dan gracias a la evolución de
sus trabajadores. Tendrán que volverse eficientes, orientarse a que su empresa
sea rentable, evitar el
desperdicio, modernizar todos sus
procesos, actuar de manera ética
erradicando la corrupción y los conflictos de interés que los han plagado y encargarse
de cuidar a sus empresas que ahora deben caminar cada vez más sin el sostén del gobierno. Requiere un cambio
de actitudes, de lenguaje, de cultura, que implican enormes sacrificios. Requiere pasar de ser
trabajadores “derechohabientes” de las empresas estatales a ser contribuyentes
esenciales al buen desempeño de las mismas.
Cambiar la mentalidad de cerca de 250,000
trabajadores representa una enorme transformación
institucional y desafortunadamente no hay leyes que provean el liderazgo
requerido. Este tiene que venir de las personas que integran sus
Consejos de Administración, de sus
directores. Pero el primer problema que tienen estas empresas es que sus
sindicatos tienen más fuerza que la gerencia ¿Cómo se puede impulsar un cambio
si el liderazgo para hacerlo no se encuentra en los directivos de las empresas?
Tampoco se le puede pedir al sindicato que actúe contra sus intereses y de sus
agremiados. Por el contrario, serán una dura oposición a los cambios que
requieran sacrificios.
El gobierno federal no debe olvidar que el
fracaso o éxito de la reforma energética y la sobrevivencia de PEMEX y CFE
pasan por tomar en cuenta al factor humano que es el que lo hará posible. Me pregunto si los
trabajadores de estas empresas están convencidos de abrir sus mercados,
enfrentarse a una competencia formidable, renunciar a sus comodidades y contribuir genuinamente al éxito de sus
empresas; si aunado a esto habrá el liderazgo de los directivos para conducir
con éxito el cambio; o bien, si todo
quedará en buenos deseos.
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@octaviodiazg http://heraldo.mx/tag/todo-terreno/ Correo: odiazgl@gmail.com
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