18 de junio de 2011

NACER Y MORIR CON CALIDAD

Para el Dr. Alfonso Méndez Ceja

Fue a partir de mi generación que nos tocó nacer en hospitales. A mis padres, abuelos y ancestros les tocó, en el mejor de los casos, nacer en sus casas. En cuanto a la muerte, sin tomar en cuenta aquellas por accidente, guerras o acciones violentas, ahora la muerte por enfermedad ocurre con mayor frecuencia que nunca en hospitales, en contraste con la generación de mis abuelos y sus antecesores a quienes les tocó morir en sus casas. Es innegable que la medicina moderna ha permitido aumentar la esperanza de vida pero los avances médicos para traer una vida al mundo o para prolongarla hacia el final, no se reflejan necesariamente en una mayor calidad de vida para las personas.

El progreso que hemos experimentado con la medicina moderna ha permitido que los hospitales cuenten con todas las facilidades para atender nacimientos y asegurar la vida de madres e hijos. Las tasas de mortalidad natal han disminuido notoriamente en nuestro país: en 1970, 79 de cada mil niños morían al nacer; en 2009 sólo 15 de cada mil fallecieron. En un artículo reciente de la revista The Economist, se mencionaba cómo en los países desarrollados existe un movimiento para impulsar los nacimientos en casa. La revista menciona dos riesgos: “dar a luz en casa puede ser seguro la mayoría de las veces pero cuando las cosas van mal, las consecuencias son más graves. Por otra parte en los hospitales, más cosas salen mal porque existen más intervenciones médicas, pero el riesgo de morir es menor.” En lo que se refiere a las enfermedades terminales, existen los procedimientos y técnicas para prolongar la vida recurriendo a la medicina institucionalizada.

Pero en ambos casos, el costo en calidad de vida para el paciente y en términos económicos y emocionales para los familiares se vuelve excesivo. Esto se agrava porque al tratarse de un ser querido, es muy difícil negar la atención médica de la más alta calidad que esté al alcance de la familia. La medicina institucionalizada en hospitales no da necesariamente mejor calidad de vida al recién nacido y su madre o al enfermo terminal y su familia porque los procesos hospitalarios son fríos, metódicos, científicos y despersonalizados. Los pacientes no se tratan como personas, sino como productos en una línea de fabricación a la que se le aplican procesos bien definidos, pruebas estandarizadas y se está constantemente en la búsqueda de optimizar procesos y reducir costos. Pero difícilmente se tiene conciencia del dolor, la angustia, los temores de las personas sometidas a estos tratamientos que por algo han de llamar “pacientes”.

Esto se debe a que la medicina privada es un negocio y funciona bajo esa lógica: se ofrecen los procedimientos más caros aunque sean superfluos; se privilegia la comodidad de los médicos y se explotan los temores de los enfermos y sus familiares, a quienes se hace creer que a mayor intervención médica y hospitalaria, mejor para el paciente. En el mejor de los casos, si el enfermo no muere por un procedimiento quirúrgico, se le prolonga la vida a costa de su sufrimiento por las intervenciones y de una menor calidad de vida postoperatoria. Todo ello le genera ingresos al hospital y les ofrece la ilusión a los familiares de que se está luchando por salvar al ser querido. La medicina pública tiene otros problemas. Su capacidad es insuficiente por lo que la calidad de atención al paciente es todavía menor, despersonalizada y deficiente; por su parte los familiares no tienen posibilidad de hacerles compañía.

Ante esta perspectiva, es conveniente recordar que los adelantos de la ciencia permiten regresar al parto en casa, atendido por personal capacitado y con la posibilidad de acceder a un hospital pronto en caso de emergencia. En cuanto a la muerte, cuando se tiene la opción de prolongar la vida del enfermo, hay que poner en la balanza por una parte el costo en calidad de vida cuando se le somete a los procedimientos médicos hospitalarios y en contrapartida, la posibilidad de cuidarlo en casa, para que tenga la cercanía y la tranquilidad de estar con los suyos con la mayor comodidad posible. Yo agradezco el consejo del doctor que atendió a mi papá en sus últimos días quien nos hizo ver la conveniencia de dejarlo morir en paz y tranquilo. Después de todo mi papá, en sus 91 años de vida, nunca estuvo internado en un hospital ni fue intervenido quirúrgicamente y tuvo la posibilidad de morir sin haber pasado por esa experiencia.

La lógica de la institucionalización aplicada a fábricas, hospitales, escuelas, cárceles, asilos y burocracias, entre muchas otras, ha traído nuevas formas de horror para los seres humanos. Es tiempo de buscar alternativas.
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