Por: Octavio Díaz García de León
El ataque que costó la vida a dos colaboradores cercanos de la Jefa de
Gobierno de la Ciudad de México es un indicio importante del poder de la
delincuencia organizada. Aunque el asesinato de servidores públicos no es
nuevo, en este caso hiere especialmente al partido en el gobierno por la
proximidad personal de las víctimas con su liderazgo.
Desde que Felipe Calderón asumió la Presidencia en 2006, la violencia
se agudizó. Ese año, Lázaro Cárdenas Batel, entonces gobernador de Michoacán,
solicitó al gobierno federal apoyo para retomar el control de más de la mitad del
territorio estatal que se encontraba en manos de los delincuentes. Fue así como
el gobierno de Calderón emprendió una ofensiva centrada primero en los grupos
más violentos —Los Zetas y el Cártel del Golfo— sin descuidar a otros cárteles.
No obstante, la corrupción en los gobiernos locales y las policías estatales y
municipales dificultó implementar la estrategia. Calderón requería más tiempo
para lograr resultados ya que la estrategia sí funcionó, como se demostró hacia
el final del sexenio, cuando hubo un
descenso en los homicidios dolosos.
La administración de Peña Nieto reformuló el esquema hacia una “coordinación”
interinstitucional que no logró resultados sustantivos. Incluso intentó
gobernar Michoacán enviando a un “comisionado” plenipotenciario quien impulsó
el fortalecimiento de las “autodefensas”, incrementando la confusión sin
consolidar la autoridad del Estado mexicano.
López Obrador optó por no confrontar a los delincuentes con su
estrategia de “abrazos, no balazos” y promoviendo la defensa de los derechos
humanos de los delincuentes. Este enfoque derivó en una tregua tácita que
permitió a las organizaciones criminales expandirse y agravar las disputas
territoriales.
Claudia Sheinbaum ha retomado el uso de la fuerza contra los cárteles,
impulsada por dos urgencias: la creciente erosión de la gobernabilidad ante
grupos que quizá controlan más territorio que el propio Estado; y la presión de
Estados Unidos, bajo la administración Trump, para frenar el flujo de drogas hacia territorio estadounidense.
Sin embargo, la estrategia de la
presidenta enfrenta tres grandes obstáculos:
1. La Marina Armada y el Ejército
destinan recursos a tareas civiles —operación de puertos y aeropuertos, obra pública, administración turística,
aduanas, etc. — lo que limita su disponibilidad operativa. Reasignar estas
responsabilidades hacia labores de seguridad, requiere desmontar intereses
creados entre los propios militares.
2. Muchas corporaciones policiales estatales y municipales están
infiltradas o controladas por cárteles, al igual que gobernadores y presidentes
municipales cómplices, lo que vuelve ineficaz cualquier esfuerzo de
recuperación de territorios.
3. El Secretario de Seguridad carece de una fuerza operativa propia.
Tras entregar AMLO la Guardia Nacional al Ejército, la Secretaría de Seguridad sólo
dispone de personal de inteligencia, sin mando real sobre tropas ni recursos
para operaciones de campo y está sujeto a la voluntad de los jefes de la
fuerzas armadas sobre quienes no tiene mando.
Mientras tanto, Estados Unidos ha nombrado a un embajador en México con
vasta experiencia militar e inteligencia antinarcóticos, apoyado por el
Capitolio, por lo que se esperan
acciones más intervencionistas.
Hemos visto como la administración de la presidenta Sheinbaum se ha
plegado a las exigencias del presidente Trump, con lo que le ha evitado mayores
daños al país, a costa de un
sometimiento tácito. Siguiendo esa pauta, lo que queda es aceptar la ayuda que
ofrece Estados Unidos para combatir a los cárteles.
Históricamente, México y EE. UU. han colaborado en seguridad (Plan
Mérida, apoyos de la DEA, operaciones conjuntas). Extender ese esquema—con
suministro de equipo militar avanzado, inteligencia de alto nivel y
contrainteligencia—podría quebrar las redes de protección de políticos
corruptos y dotar de músculo a las fuerzas mexicanas con el envío de tropas americanas
entrenadas para combatir insurgencias y que tengan facilidades para operar en
México.
Ante la incapacidad del Estado mexicano por resolver el problema de la
inseguridad, un sector considerable de la población —víctima de extorsión,
asaltos y violencia cotidiana— podría respaldar una mayor cooperación o incluso
una intervención binacional.
Aunque autorizar operaciones extranjeras en territorio nacional pueda
parecer extremo, la magnitud de la crisis de seguridad justifica considerar
este recurso. No cabe hablar de “respeto a la soberanía” ante la intervención
de Estados Unidos cuando, de facto, los cárteles han arrebatado amplias zonas del
territorio nacional al Estado mexicano, en detrimento de esa soberanía.
Una alianza
reforzada con Estados Unidos no solo mitigaría las presiones diplomáticas y
económicas de Washington, sino que podría ser la única vía para restituir al
gobierno mexicano el control efectivo de carreteras, ciudades y zonas rurales
en manos de delincuentes. En un contexto de emergencia, conviene explorar este
enfoque antes de resignarnos a la impunidad y al desgobierno
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