29 de mayo de 2025

ACEPTAR LA AYUDA DE ESTADOS UNIDOS

Por: Octavio Díaz García de León

 

    El ataque que costó la vida a dos colaboradores cercanos de la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México es un indicio importante del poder de la delincuencia organizada. Aunque el asesinato de servidores públicos no es nuevo, en este caso hiere especialmente al partido en el gobierno por la proximidad personal de las víctimas con su liderazgo.

   Desde que Felipe Calderón asumió la Presidencia en 2006, la violencia se agudizó. Ese año, Lázaro Cárdenas Batel, entonces gobernador de Michoacán, solicitó al gobierno federal apoyo para retomar el control de más de la mitad del territorio estatal que se encontraba en manos de los delincuentes. Fue así como el gobierno de Calderón emprendió una ofensiva centrada primero en los grupos más violentos —Los Zetas y el Cártel del Golfo— sin descuidar a otros cárteles. No obstante, la corrupción en los gobiernos locales y las policías estatales y municipales dificultó implementar la estrategia. Calderón requería más tiempo para lograr resultados ya que la estrategia sí funcionó, como se demostró hacia el final del sexenio,  cuando hubo un descenso en los homicidios dolosos.

    La administración de Peña Nieto reformuló el esquema hacia una “coordinación” interinstitucional que no logró resultados sustantivos. Incluso intentó gobernar Michoacán enviando a un “comisionado” plenipotenciario quien impulsó el fortalecimiento de las “autodefensas”, incrementando la confusión sin consolidar la autoridad del Estado mexicano.

   López Obrador optó por no confrontar a los delincuentes con su estrategia de “abrazos, no balazos” y promoviendo la defensa de los derechos humanos de los delincuentes. Este enfoque derivó en una tregua tácita que permitió a las organizaciones criminales expandirse y agravar las disputas territoriales.

  Claudia Sheinbaum ha retomado el uso de la fuerza contra los cárteles, impulsada por dos urgencias: la creciente erosión de la gobernabilidad ante grupos que quizá controlan más territorio que el propio Estado; y la presión de Estados Unidos, bajo la administración Trump, para frenar el flujo de drogas hacia territorio estadounidense.

  Sin embargo, la estrategia de la presidenta enfrenta tres grandes obstáculos:

 1.  La Marina Armada y el Ejército destinan recursos a tareas civiles —operación de puertos y aeropuertos,  obra pública, administración turística, aduanas, etc. — lo que limita su disponibilidad operativa. Reasignar estas responsabilidades hacia labores de seguridad, requiere desmontar intereses creados entre los propios militares.

 2. Muchas corporaciones policiales estatales y municipales están infiltradas o controladas por cárteles, al igual que gobernadores y presidentes municipales cómplices, lo que vuelve ineficaz cualquier esfuerzo de recuperación de territorios.

 3. El Secretario de Seguridad carece de una fuerza operativa propia. Tras entregar AMLO la Guardia Nacional al Ejército, la Secretaría de Seguridad sólo dispone de personal de inteligencia, sin mando real sobre tropas ni recursos para operaciones de campo y está sujeto a la voluntad de los jefes de la fuerzas armadas sobre quienes no tiene mando.

 Mientras tanto, Estados Unidos ha nombrado a un embajador en México con vasta experiencia militar e inteligencia antinarcóticos, apoyado por el Capitolio,  por lo que se esperan acciones más intervencionistas.

 Hemos visto como la administración de la presidenta Sheinbaum se ha plegado a las exigencias del presidente Trump, con lo que le ha evitado mayores daños al país,  a costa de un sometimiento tácito. Siguiendo esa pauta, lo que queda es aceptar la ayuda que ofrece Estados Unidos para combatir a los cárteles. 

 Históricamente, México y EE. UU. han colaborado en seguridad (Plan Mérida, apoyos de la DEA, operaciones conjuntas). Extender ese esquema—con suministro de equipo militar avanzado, inteligencia de alto nivel y contrainteligencia—podría quebrar las redes de protección de políticos corruptos y dotar de músculo a las fuerzas mexicanas con el envío de tropas americanas entrenadas para combatir insurgencias y que tengan facilidades para operar en México.

 Ante la incapacidad del Estado mexicano por resolver el problema de la inseguridad, un sector considerable de la población —víctima de extorsión, asaltos y violencia cotidiana— podría respaldar una mayor cooperación o incluso una intervención binacional.

 Aunque autorizar operaciones extranjeras en territorio nacional pueda parecer extremo, la magnitud de la crisis de seguridad justifica considerar este recurso. No cabe hablar de “respeto a la soberanía” ante la intervención de Estados Unidos cuando, de facto, los cárteles han arrebatado amplias zonas del territorio nacional al Estado mexicano,  en detrimento de esa soberanía.

 Una alianza reforzada con Estados Unidos no solo mitigaría las presiones diplomáticas y económicas de Washington, sino que podría ser la única vía para restituir al gobierno mexicano el control efectivo de carreteras, ciudades y zonas rurales en manos de delincuentes. En un contexto de emergencia, conviene explorar este enfoque antes de resignarnos a la impunidad y al desgobierno

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