9 de noviembre de 2024

LOS COSTOS DE LA RADICALIZACIÓN

 

Por: Octavio Díaz García de León

   Desde hace varias décadas, ningún presidente en México había concentrado tanto poder como la actual administración. Esto se debe a las reformas judiciales y de supremacía constitucional, así como a la mayoría que mantiene en el Congreso y en los gobiernos de las entidades federativas. Esta combinación le otorga una capacidad notable para intervenir en la ley y la Constitución.

   Si el gobierno de la presidenta Sheinbaum optara por una agenda de corte radical que afecte a amplios sectores de la población, aumentaría el riesgo de fracturas sociales. Ejemplos históricos demuestran las consecuencias de estas divisiones, como la Guerra Cristera en México (1926-1929) o la rebelión de la Vendée en Francia (1792). Ambos conflictos surgieron de imposiciones ideológicas que desconocían los valores y tradiciones de la sociedad en su momento.

   La Constitución de 1917 introdujo medidas radicales que reflejaban la visión de una élite intelectual, pero no el sentir popular. Dentro de estas medidas se incluyeron las que imponían restricciones a la libertad religiosa en un país eminentemente católico. La educación fue declarada laica, prohibiendo la participación de instituciones religiosas en la enseñanza (artículo 3), y las órdenes religiosas quedaron proscritas (artículo 5). Además, el artículo 24 restringió la libertad de culto, mientras que el artículo 27 estableció que el Estado podría controlar las propiedades de la Iglesia. Finalmente, el artículo 130 limitó los derechos políticos del clero y restringió el número de sacerdotes por región.

   Inicialmente estas leyes se aplicaron con moderación, salvo en casos como los gobiernos de Tomás Garrido Canabal en Tabasco o Adalberto Tejeda en Veracruz. Sin embargo, el frágil equilibrio se rompió en 1926, cuando el presidente Plutarco Elías Calles decidió regular los artículos anticlericales con la llamada "Ley Calles". Esta legislación impuso severas restricciones a la Iglesia Católica. La reacción de la Iglesia fue inmediata: en julio de 1926, suspendió el culto público en México, a lo que el gobierno respondió cerrando templos y prohibiendo el culto en hogares.

   Como consecuencia de estas acciones, el 3 de agosto de 1926 ocurrió el primer enfrentamiento entre campesinos católicos y el ejército, iniciando la Guerra Cristera. Este conflicto se extendió principalmente por Jalisco, Michoacán, Zacatecas y Guanajuato, aunque el descontento se esparcía por todo el país. Esta guerra duró tres años, dejando entre 150,000 y 250,000 muertos.

   Finalmente, el conflicto se estancó militarmente, hasta que el Papa ordenó una negociación. El gobierno mexicano, que buscaba evitar que el movimiento armado apoyara la candidatura opositora de José Vasconcelos y quería consolidar al candidato oficial, Ortiz Rubio, aceptó la negociación que acabó con la guerra en 1929. Sin embargo, el anticlericalismo gubernamental persistió hasta que el presidente Lázaro Cárdenas, en 1938, logró contener a los sectores más radicales de su administración. (Referencia: “La Cristiada” de Jean Meyer)

   Consciente de las posibles consecuencias de una política radical, Cárdenas eligió como sucesor a Manuel Ávila Camacho, evitando a Francisco Mújica, un candidato que quizás hubiera dividido más al país y así logró estabilidad política y religiosa.

  Las leyes anticlericales continuaron vigentes, pero su aplicación se relajó mediante la práctica virreinal de "Obedézcase, pero no se cumpla". Este sistema de simulación legal continuó hasta las reformas de 1992 impulsadas por el presidente Carlos Salinas de Gortari, quien adecuó los artículos anticlericales de la Constitución y estableció un régimen de tolerancia más acorde con la realidad del país.

   Estas reformas pusieron fin a una simulación de 75 años y corrigieron las tensiones originadas en 1917, que habían costado muchas vidas y generado una constante fricción entre el gobierno y una sociedad mayoritariamente católica. La Guerra Cristera advierte sobre los riesgos de imponer reformas sin tener en cuenta la opinión y las costumbres de la mayoría,  e incluso, de minorías numerosas.

   Hoy en día, aunque el riesgo de una rebelión armada es menor porque la población que se pueda ver afectada no está armada, como sí estaba al final de la Revolución, factores tales como el acceso a armas provenientes de Estados Unidos y el contexto de violencia relacionado con el crimen organizado complican el panorama.

   Actualmente, vivimos en una guerra de baja intensidad que, solo en el sexenio anterior, dejó alrededor de 200,000 muertos. Se estima que unos 175,000 individuos forman parte de grupos delictivos, la mayoría de ellos con acceso a armamento militar, lo que hace viable la posibilidad de armar y alimentar una revuelta en el país.

   Si la presidenta Sheinbaum utilizara su poder para imponer reformas radicales, o si no lograra controlar a los sectores más extremos de su administración, el país podría enfrentarse a una fragmentación interna similar a la de la Guerra Cristera.

  Concentrar un poder tan amplio en una sola persona implica la gran responsabilidad de utilizarlo con moderación y respeto hacia el sentir de la población. De lo contrario, el país podría enfrentarse a una crisis social y humanitaria, cuyos costos serían incalculables.