Por: Octavio Díaz García de León
Para mis profesores y compañeros de la maestría.
En la novela Rojo y Negro de Stendhal, el protagonista Julián Sorel es
una persona resentida, llena de contradicciones e inseguridades. Proveniente de
un medio social bajo, recibe una educación rudimentaria de manos de un clérigo.
Destaca por ser capaz de recitar de memoria toda la Biblia en latín. Hazaña que,
en medio de la ignorancia que impera en
su pueblo, lo hacen destacar. Pero Julián también ha leído a Bonaparte y
Rousseau y se ha impregnado de ideas liberales que alimentan sus aspiraciones y
sus rencores.
Julián se convierte en preceptor de los hijos del alcalde, personaje
rico del pueblo, y se va a vivir a su casa.
Aunque lo respetan como maestro, para sus
patrones no deja de ser un criado. Ofendido
por el trato de inferior que le dan, su
forma de vengarse es seduciendo a la esposa del alcalde; luego continúan sus
aventuras repitiendo su comportamiento vengativo. Sin embargo, en su fuero
interno, donde bullen las ideas de igualdad, lo que desea ardientemente es ser
como ellos.
Al final de la novela, a las puertas de la muerte, Julián se da cuenta de
que todo aquello que ambicionó y por lo que luchó durante toda su vida, no
valía la pena.
Hoy podemos identificar a muchos Julián Sorel en nuestra sociedad. A pesar de que la situación económica de la
mayor parte de la población ha venido mejorando, la gran masa no ve la
panorámica completa del país y del mundo, sino lo inmediato de su realidad y
esa no le pinta satisfactoria ante la imposibilidad de lograr sus metas.
La sociedad está bombardeada por influencias que la incitan a actuar
conforme a ciertas formas de vida y, sobre todo, a tener infinidad de cosas.
Ello bajo el supuesto de que el alcanzar esos modelos de vida hará felices a
todos.
En esa carrera imposible de ganar a quien se observa es al vecino. Si
este lleva ligera ventaja, produce envidia y resentimientos. A lo lejos, se
observa a quienes rebasan la meta: modelos inalcanzables de vida, promovidos
por influencers, artistas y por el incesante golpeteo de la publicidad y las noticias.
El malestar se da por no tener las cosas o el estatus que los otros tienen, sin
detenerse a preguntar si eso vale la pena o no.
En esta dinámica de insatisfacción y resentimiento, siempre se está a
la búsqueda de chivos expiatorios para ver quien tiene la culpa de que no se
cumplan los deseos de esa mayoría insatisfecha. Los villanos favoritos suelen
ser los políticos y a ellos se acostumbra echar la culpa de todo lo que está
mal en el país y en el mundo. También existen otros culpables como los que
piensan diferente, los muy ricos, los intelectuales o los disímiles.
Esto lo han entendido muy bien los políticos modernos como Trump,
aunque Hitler también lo entendió a la perfección. Por ello ha surgido el
político antipolítico. Su habilidad para ganarse el favor de las masas resentidas consiste
en presentarse como un no-político.
El no-político esconde su mal gobierno echando la culpa a sus adversarios. Lo hace
insultando a todo aquél que no lo apoye y atacando a los chivos expiatorios
favoritos: a los políticos del pasado y de siempre, así sea él mismo un
político del pasado, a los empresarios, a los intelectuales, a los periodistas
que lo critican, a los contrapesos institucionales que se oponen a su voluntad
y, paradójicamente, a sus propios funcionarios de gobierno, sus subordinados, a
quienes ataca reduciéndoles sueldos, quitándoles prestaciones y despidiendo a
los más capaces.
El no-político encarna al pueble bueno. Él es
su vocero, el que los comprende, el que lucha contra sus enemigos imaginarios insultándolos
con nombre y apellido cotidianamente. El
no-político es además infalible, pues no tiene la culpa de sus errores, sino que siempre es culpa de los otros. Este
personaje es capaz de mentir descaradamente todos los días con tal de desviar
la atención de sus propias limitaciones e incapacidades.
No es extraño que se perpetúen en el poder con gran apoyo popular. La
gente quiere al que se disfraza de no-político, para desahogar a través de ellos, su
resentimiento contra sus villanos preferidos.
Pero él no está solo. Su camarilla le obedece ciegamente porque son
beneficiarios de grandes privilegios y de la enorme corrupción que se da tras
la cortina de humo del juego de espejos que protagonizan.
Julián Sorel se da cuenta a las puertas de la muerte que estaba
equivocado, que todo lo que perseguía era vano, que la culpa de su malestar no
estaba fuera de él sino en él mismo. Quizás algún día, ante las puertas del
hambre que sufrirán sus países, las sociedades se darán cuenta de que haber
apoyado a los no-políticos tampoco les trajo la felicidad que buscaban.