Por: Octavio Díaz García de León
Los avances en la inteligencia artificial y su capacidad para generar
textos han generado temor recientemente. Este miedo se debe a que el lenguaje no solo sirve para
comunicar información, sino que sirve para mover voluntades, despertar
pasiones, transformar conciencias y expresar y transmitir emociones. La
preocupación de que esta capacidad artificial se use de manera inadecuada es
muy válida.
En la tradición humanista se ha recogido la idea de que el hombre es el
centro del universo, la razón es el centro del hombre y la palabra se encuentra
en el centro de la razón. La palabra es un medio especial para manifestar lo
que la razón dicta. El cómo se use la razón es otro tema, pues puede usarse con
malas intenciones como veremos más adelante.
Pero lo asombroso es el poder que ejerce la palabra en los seres
humanos. La palabra a través de sus diferentes formas y formatos es una de las
principales herramientas con que cuentan políticos, sacerdotes de cualquier
religión, mercadólogos, abogados, filósofos, literatos, comunicadores, etc. A través de ella son
capaces de mover a las masas hacia la acción política, legal o religiosa, o
bien, para el consumo y el entretenimiento.
Sería bueno que se usaran los discursos para convencer, mediante el uso
de la razón. Pero no ha ocurrido así. Apelar al buen juicio se vuelve un
ejercicio inútil, cuando la audiencia a la que van dirigidos acepta sin pensar aquello
que les dicen políticos, sacerdotes, mercadólogos e informadores.
Existe una clase especialmente dañina de políticos, los demagogos, a
los cuales Chat GPT, que también se puede usar para bien, describe de la
siguiente forma:
"Explotan las emociones, los prejuicios y
los temores de la gente para obtener beneficios personales o políticos. Utilizan
estrategias de comunicación que apelan a las emociones y los instintos de las
masas en lugar de presentar argumentos racionales basados en evidencias. Suelen
utilizar discursos incendiarios, simplificar problemas complejos, demonizar a
grupos opositores y prometer soluciones rápidas y sencillas a problemas
complejos. Se aprovechan de las frustraciones y descontento de la población en situaciones
de crisis, desigualdad o polarización. Su objetivo principal es mantener o
aumentar su propio poder y mantenerse en el centro de atención, incluso si eso significa
sacrificar el bienestar general o manipular la verdad.”
Si bien en el siglo XX hubo una importante caterva de demagogos,
especialmente dañinos por su carácter genocida como Mussolini, Hitler, Mao, Pol
Pot y Castro, en el siglo XXI también ha sido abundante la cosecha de este tipo
de políticos.
Estos personajes son muy eficaces para imponer su voluntad. Son
vendedores de ilusiones, donde los datos duros son sustituidos por mentiras,
medias verdades e imaginación.
Los políticos demagogos hacen que la palabra se divorcie de la inteligencia.
Dirigen su discurso a una audiencia la cual, por cierto, representa a la gran
mayoría de la población, cuya credulidad,
renuncia a la evidencia y al uso de la razón, les permite obtener los votos
para perpetuarse en el poder sin importar lo dañinos que resulten sus gobiernos.
Lo que prevalece no es la realidad, sino
una entelequia alterna que ellos crean, por ejemplo, a través de “los otros
datos”.
La población pensante se asombra de que un político demagogo atente
contra la razón de esa manera. Pero las grandes masas, por el contrario, se
fascinan con la palabra que escuchan porque los representa bien: refleja su ignorancia
y sus odios; la simplificación les evita el trabajo de pensar por sí mismos;
prefieren creer en una realidad alternativa y en lugar de responsabilizarse por
su propio destino, eligen ponerse en manos de estos líderes.
Los demagogos culpan de los males de la nación a las minorías, tales
como a los ricos, las clases medias, los universitarios, los educados, los
inmigrantes o simplemente, los diferentes.
Hitler logró manipular en su beneficio a un pueblo educado y culto a
base de propaganda, mentiras y su gran demagogia, así como lo han hecho otros
líderes contemporáneos tales como Trump, Chávez, Maduro, Morales y tantos
otros.
De esta forma, el poder de la palabra en manos de los demagogos se
vuelve un instrumento de dominación que estupidiza a las masas para beneficiarlos,
ya que solo buscan perpetuarse en el poder y seguir disfrutando de sus privilegios.
Lástima que no haya políticos en nuestro continente de la talla de los
antiguos griegos o romanos o de algunos contemporáneos como Churchill, Macron o
Merkel. Hoy predominan en la región los merolicos que conectan con la gente por
su lado más irracional. Para que los pueblos salgan de su subdesarrollo hacen
falta líderes de gran talla que apelen a la razón, buscando el bien común, en
lugar de perseguir la manipulación de las masas solo para su beneficio personal.