Por: Octavio Díaz García de León
El gobierno de Estados
Unidos ha intensificado recientemente las redadas contra inmigrantes
indocumentados en lugares donde antes no solía hacerlo: centros de trabajo y alrededor
de los juzgados donde acuden a regularizar su situación. Aunque estas
operaciones no han producido un número significativo de detenciones, el hecho
de ejecutarlas en espacios de uso cotidiano ha provocado indignación entre las
comunidades migrantes y desató protestas en algunas ciudades, a las que la
autoridad respondió con mano dura.
Este endurecimiento
contra los inmigrantes no es un fenómeno único de Estados Unidos. En Europa
occidental, los discursos contrarios a la llegada de migrantes, particularmente
de origen musulmán, se basan en acusaciones de que “traen costumbres incompatibles”
o de que incrementan los índices de delincuencia.
Desafortunadamente, el
sentimiento de muchos estadounidenses hacia los migrantes latinoamericanos
indocumentados es de rechazo, similar a lo que ocurre en Europa con otras
poblaciones migrantes. Esto se debe, en parte, a que los migrantes no se
asimilan fácilmente a la cultura estadounidense, pues suelen conservar su
idioma, religión y costumbres de origen, a su apariencia étnica y a que existe
la percepción de que les quitan empleos a los nativos.
En América Latina
también emergen dinámicas similares. Hablando con un grupo de chilenos
recientemente, comentan que perciben mucha mayor inseguridad desde 2022 en su
país. Atribuyen parte del problema al ingreso masivo de migrantes, incluidas
bandas criminales venezolanas como el “Tren de Aragua” y a la falta de medidas
eficaces por parte del gobierno de Gabriel Boric.
Si rastreamos las
causas profundas de la migración en nuestro continente, descubrimos que la
pobreza, la inseguridad, la falta de libertades y la ausencia de oportunidades
en los países de origen, empujan a
millones a buscar un mejor nivel de vida. México vive movimientos que combinan
la emigración económica —la llamada “búsqueda del sueño americano” de
trabajadores agrícolas, empleados de hotelería y servicios, e incluso
profesionistas altamente calificados— con flujos forzados por la violencia del
narcotráfico.
El programa de
maquiladoras iniciado en los sesenta y el Tratado México-Estados Unidos-Canadá
(TMEC) ha generado empleo en el norte de México y ha traído enormes beneficios
a los consumidores de todo el mundo. Si bien la demanda de mano de obra barata
ha desplazado fábricas de Estados Unidos hacia México, revirtiendo así la
necesidad de importar esa mano de obra, la diferencia salarial entre los dos
países sigue impulsando la salida de personas hacia el norte.
Esta situación permite
a los migrantes sostener económicamente a sus familias en América Latina, lo
que ha generado una fuerte dependencia de las remesas. Por ejemplo, en 2024,
las remesas enviadas por mexicanos en el extranjero ascendieron a 64,745
millones de dólares, convirtiéndose en la principal fuente de divisas del país,
representando un 44% del total.
No sorprende,
entonces, que algunos políticos estadounidenses planteen gravar las remesas con
la intención de desalentar la migración indocumentada. Pero imponer un impuesto
a cualquier flujo de dinero que salga de ese país no solo debilita el sustento
de millones de familias latinoamericanas, sino que también desalienta a
inversionistas, desde pequeños ahorradores hasta grandes fondos, al poner en
riesgo la rentabilidad y la seguridad de sus capitales.
Resulta paradójico
que, mientras se criminaliza al inmigrante indocumentado, la economía
norteamericana dependa de su mano de obra, ya que existen tareas que rechaza la fuerza
laboral local: labores agrícolas exigentes, limpieza de hoteles y servicios en
restaurantes, o líneas de ensamble
excesivamente tediosas.
Sin embargo, cuando los
puestos manufactureros se trasladan a otros países o se automatizan, los
trabajadores estadounidenses no siempre encuentran opciones de reconversión.
Por ello, sería deseable que el gobierno estadounidense provea capacitación que
les permita acceder a empleos en la economía digital o en la manufactura de
alto valor agregado, evitando que el descontento social derive en más rechazo
hacia quienes llegan en busca de hacer el trabajo que nadie más quiere.
La experiencia de la
amnistía migratoria de 1986 en Estados Unidos, con el presidente Reagan, muestra que la legalización masiva de los
indocumentados no solo mejora sus condiciones de vida, sino que amplía la base
contributiva y disminuye la vulnerabilidad a la explotación. Un mecanismo
similar, acompañado de controles fronterizos racionales y cooperación
binacional, podría reducir la mano de obra oculta y trasladar la discusión de
la clandestinidad a la regulación ordenada.
La vecindad
norteamericana ofrece enormes posibilidades de crecimiento conjunto a los tres
países. Pero para aprovecharlas es imprescindible reconocer la contribución de
los millones de inmigrantes dispuestos a trabajar en las tareas menos
atractivas, darles vías de regularización y dotar a los trabajadores
desplazados de herramientas para su reinserción. Solo así la migración dejará
de verse como un problema que fractura sociedades y se convertirá en una fuerza
que impulsa la prosperidad compartida en todo el continente.
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