Por: Octavio Díaz García de León
En 1933, James Hilton publicó Horizontes Perdidos, una novela
que se convirtió en un clásico de la literatura utópica. Cuatro viajeros,
secuestrados y llevados a una lamasería perdida en el Tíbet, en la cordillera del Himalaya, descubren un
lugar idílico llamado Shangri-La, ubicado en un valle fértil, rico en oro, donde sus habitantes alcanzan
la felicidad mediante una vida equilibrada, sin excesos ni privaciones y no se
preocupan por el tiempo, alcanzando una gran longevidad. La misión de la lamasería
es sencilla y profunda: preservar la cultura universal frente a las fuerzas
destructivas de la humanidad.
Utopías y refugios
A lo largo de la historia, la humanidad ha buscado cobijo frente a las desgracias de la vida: la enfermedad, la violencia, la escasez. Ante lo implacable de la realidad cotidiana, tradicionalmente se ha buscado una vida ideal en el más allá que ofrecen las religiones: mediante la inmortalidad en el Paraíso y la reencarnación en un mundo perfecto. Pero cada vez más se ha acentuado el deseo de encontrar un lugar ideal en el aquí y ahora. Las utopías suelen situarse en lugares aislados e inaccesibles, como ocurre en el valle que imaginó Hilton. Hoy, en un mundo interconectado, ese aislamiento resulta imposible. Y sin embargo, las personas siguen buscando sus espacios personales en donde podrán realizar su sueño de ser felices.
La herencia epicúrea
Lo que Hilton plasmó en Shangri-La recuerda a la filosofía de Epicuro. Para el pensador griego, el universo es un espacio infinito que contiene a un sinfín de partículas que se mueven sin parar. La felicidad radica en vivir una vida entre amigos, alcanzar la aponía —un cuerpo sin dolor— y la ataraxia —un alma sin perturbaciones—. Los deseos necesarios como la amistad, la alimentación y la seguridad, son suficientes; los vanos como el poder, la fama y el lujo, solo generan insatisfacción porque la vida buena es simple y sobria. Epicuro y sus discípulos se reunían en jardines donde practicaban esta filosofía. Shangri-La es, en cierto modo, un eco de esos jardines: un espacio para vivir de forma sobria y plena, en paz con uno mismo y con los demás.
Un refugio cercano
Hace poco visité la Hacienda Aguagordita, a media hora de la ciudad de Aguascalientes. Para sus dueños, quienes llevan una vida agitada atendiendo otros negocios, esta ex hacienda la han convertido en su refugio, su Shangri-La personal. Promovida con discreción, también la disfrutan algunos afortunados que allí se hospedan. Convertida en hotel-spa, tiene un encanto sencillo y natural: delicias gastronómicas que prepara la dueña con alimentos orgánicos producidos en la propia hacienda y un ambiente de tranquilidad en medio del campo.
Encuentros con la felicidad simple
El dueño de la hacienda me relató la historia de un ermitaño que conoció en la sierra, quien un día dejó atrás a su familia, su empleo y sus bienes materiales para vivir a la intemperie, sin techo, con apenas una fogata como cocina, aislado de todos y rechazando cualquier ayuda externa: encontró la felicidad en disfrutar de lo que le ofrecía la naturaleza. Este ideal de retiro no es ajeno a nuestra historia. Desde los ermitaños que vivían aislados, hasta los monjes que gozaban de una vida sencilla en monasterios que les permitían una vida de meditación, trabajo sobrio y adoración a Dios. Así, cada quien ha tenido su manera de encontrar su Shangri-La.
¿Dónde está tu Shangri-La?
En un mundo donde las ciudades nos asfixian con ruido, tráfico, inseguridad y estrés derivado de la lucha por el sustento, la búsqueda de un refugio personal se vuelve casi una necesidad vital. La novela de Hilton nos recuerda que cada persona necesita su propio Shangri-La, un lugar donde se pueda detener el ruido del mundo y reconectar con lo esencial: la amistad, la reflexión y los pequeños placeres que hacen valiosa la vida.